21 de enero de 2011

Cuento Corto: Normal



Normal
Raúl era una persona normal, vestía faldas a la rodilla, se hacía trenzas para dormir y no usaba demasiado maquillaje. Generalmente salía con mujeres de su edad y rara vez tenía citas con hombres. Desde su infancia se había preguntado por qué los niños rechazaban sus cartas de San Valentín, o cómo era posible que su compañerito de preescolar, al que le dibujó un bonito corazón con los nombres “Raúl y Francisco” en el centro, pudiera despreciar semejante ofrenda de amor. No fue sino hasta su juventud que lo entendió, cuando, al llegar con su cita al baile de graduación, un altavoz presentó a la pareja como “Raúl y Ricardo”, lo que provocó risitas y murmullos entre los presentes.
Así pues, con el tiempo Raúl comprendió que lo inusual de su situación no le permitiría tener un novio, por lo que, tras años de burlas y rechazo, estaba a punto de tomar una de las decisiones más importantes de su vida: ese cambio que le convertiría en una completa mujer. Cuando el temor y la vergüenza quedaron a un lado, se atrevió a comentarlo con su padre. “¡Eso no es normal!”- le dijo él -“Si tu madre viviera, ¡cómo la herirías!”. Suspiró - “Pero, si eso te hará feliz, cuentas con mi apoyo”.  Raúl tomó el teléfono y programó una cita. Por fin, estaría un paso más cerca de conocer al amor de vida.
Cuando el día de la transformación llegó, acudió sin compañía. Entró a la sala de espera y se sentó junto a la puerta, para no llamar mucho la atención. Llevaba un vestido largo; aunque la abertura dejaba ver un poco de vello en su espinilla, ese día lucía impecable, incluso escultural. Tras varios minutos de ansiedad, un joven apuesto se acercó a Raúl, le dirigió una mirada coqueta y le hizo un ademán, solicitando sentarse a su lado. Entonces conversaron. Se conocieron y enamoraron casi al mismo tiempo, cada uno abochornado de que el otro descubriera su razón para estar ahí.
Cuando la recepcionista se acercó al altavoz y pronunció su nombre, Raúl se puso de pie con agitación y, presa de un gran rubor, salió corriendo del lugar.
Había sido un encuentro maravilloso. Al pasar de los días Raúl lamentaba cada vez más su cobardía; luego de unas semanas de remordimiento, estaba a punto de perder la esperanza de volver a verlo. Se refugió en su oficina y en su trabajo, con la frágil determinación que conlleva un corazón roto. Entonces llamaron a la puerta. Al abrir, Raúl se encontró con una caravana de empleados de la florería, fueron y vinieron, dejándole docenas de flores sobre el escritorio, las repisas, las sillas, y finalmente sobre el suelo. Cuando el desfile se apaciguó, el último empleado le entregó una tarjeta de su admirador; en ella se leía “Para Raúl, ¿misma hora, mismo lugar?”, y firmaba Anónimo. Sonrió. En ese instante Raúl supo quién había enviado las flores.
Supo también por qué ambos se habían encontrado en aquel lugar. Supo que a su amado no le importaría que dibujaran sus nombres juntos, entre corazones. Y supo que ya no deseaba cambiar, pues así le querían y así pretendía pasar el resto de sus días. Tomó su bolso, llamó a un taxi y en el camino se retocó el maquillaje. Al llegar al lugar donde conoció al amor de su vida, contuvo la respiración: él estaba esperando ahí.
A Raúl le temblaban las rodillas, y ese día llevaba tacones excepcionalmente altos.
Mi madre murió al dar a luz- dijo ella cuando se encontraron- creía que yo sería varón y su última voluntad fue que llevara el nombre de Raúl.                                                                     
Suerte que mi padre amaba la poesía - contestó él, rodeándola en un abrazo –me llamó como a su poeta favorito, Anónimo.