Normal
Raúl
era una persona normal, vestía faldas a la rodilla, se hacía trenzas para
dormir y no usaba demasiado maquillaje. Generalmente salía con mujeres de su
edad y rara vez tenía citas con hombres. Desde su infancia se había preguntado
por qué los niños rechazaban sus cartas de San Valentín, o cómo era posible que
su compañerito de preescolar, al que le dibujó un bonito corazón con los
nombres “Raúl y Francisco” en el centro, pudiera despreciar semejante ofrenda
de amor. No fue sino hasta su juventud que lo entendió, cuando, al llegar con
su cita al baile de graduación, un altavoz presentó a la pareja como “Raúl y
Ricardo”, lo que provocó risitas y murmullos entre los presentes.
Así
pues, con el tiempo Raúl comprendió que lo inusual de su situación no le
permitiría tener un novio, por lo que, tras años de burlas y rechazo, estaba a
punto de tomar una de las decisiones más importantes de su vida: ese cambio que
le convertiría en una completa mujer. Cuando el temor y la vergüenza quedaron a
un lado, se atrevió a comentarlo con su padre. “¡Eso no es normal!”- le dijo él
-“Si tu madre viviera, ¡cómo la herirías!”. Suspiró - “Pero, si eso te hará
feliz, cuentas con mi apoyo”. Raúl tomó
el teléfono y programó una cita. Por fin, estaría un paso más cerca de conocer
al amor de vida.
Cuando
el día de la transformación llegó, acudió sin compañía. Entró a la sala de
espera y se sentó junto a la puerta, para no llamar mucho la atención. Llevaba
un vestido largo; aunque la abertura dejaba ver un poco de vello en su espinilla,
ese día lucía impecable, incluso escultural. Tras varios minutos de ansiedad,
un joven apuesto se acercó a Raúl, le dirigió una mirada coqueta y le hizo un
ademán, solicitando sentarse a su lado. Entonces conversaron. Se conocieron y
enamoraron casi al mismo tiempo, cada uno abochornado de que el otro
descubriera su razón para estar ahí.
Cuando
la recepcionista se acercó al altavoz y pronunció su nombre, Raúl se puso de
pie con agitación y, presa de un gran rubor, salió corriendo del lugar.
Había
sido un encuentro maravilloso. Al pasar de los días Raúl lamentaba cada vez más
su cobardía; luego de unas semanas de remordimiento, estaba a punto de perder
la esperanza de volver a verlo. Se refugió en su oficina y en su trabajo, con
la frágil determinación que conlleva un corazón roto. Entonces llamaron a la
puerta. Al abrir, Raúl se encontró con una caravana de empleados de la
florería, fueron y vinieron, dejándole docenas de flores sobre el escritorio,
las repisas, las sillas, y finalmente sobre el suelo. Cuando el desfile se
apaciguó, el último empleado le entregó una tarjeta de su admirador; en ella se
leía “Para Raúl, ¿misma hora, mismo lugar?”, y firmaba Anónimo. Sonrió. En ese
instante Raúl supo quién había enviado las flores.
Supo
también por qué ambos se habían encontrado en aquel lugar. Supo que a su amado
no le importaría que dibujaran sus nombres juntos, entre corazones. Y supo que
ya no deseaba cambiar, pues así le querían y así pretendía pasar el resto de
sus días. Tomó su bolso, llamó a un taxi y en el camino se retocó el
maquillaje. Al llegar al lugar donde conoció al amor de su vida, contuvo la
respiración: él estaba esperando ahí.
A
Raúl le temblaban las rodillas, y ese día llevaba tacones excepcionalmente
altos.
Mi
madre murió al dar a luz- dijo ella cuando se encontraron- creía que yo sería
varón y su última voluntad fue que llevara el nombre de Raúl.
Suerte
que mi padre amaba la poesía - contestó él, rodeándola en un abrazo –me llamó
como a su poeta favorito, Anónimo.